Luciérnagas, como espectadoras frente a la ventana de cristales negros.
¿Llegó a abrirse alguna vez, aun en tiempos de azul claro y calmo? No lo sabían. Mares de tiempo habrían perdido en los últimos veranos intentando agrietar la cerradura; suspiros de insecto intentando forzarla con las maltratadas patitas, por primera vez.
Las estrellas iluminaban su intento de crimen, observando sin interrumpir. La luna se escondía entre las nubes, haciendo oídos sordos a la naturaleza de la que nunca más se entendía.
El mar traía consigo restos de pólvora de las ciudades vecinas. Las luces que antaño brillaran en el cielo se habrían escondido para no volver, para no ayudar; para ser restos tranquilos, pero restos.
Una pata cedió. Una luciérnaga empezó a llorar mientras cristales brotaban de su herida. Las demás observaban la cerradura, con aquel trozo de miembro incrustado. Parecía una palanca mal diseñada, una pobre polea de hace dos siglos.
A pesar de los gritos, sus compañeras agarraron a la pequeña herida, y marcharon. La luna salió de entre las nubes ante el alboroto, y las estrellas se apagaron poco a poco; nada más tendrían que hacer este verano.
Quizá volvieran al siguiente, o quizá no.
La ventana observó indiferente aquel mustio palo que ayer sujetara un sueño.
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