Las grietas del suelo absorben el sudor de mis manos, de mi torso, mientras los jirones de mi camisa lo cubren para curar sus heridas.
Bajo mi cuerpo se balancea, harto de soportar golpes, de aguantar las caídas de un peso muerto, de raspar mi piel a cada intento de arrastrarme hacia los cristales de la ventana. La luz del sol prende fuego a la tela, y nace el humo. Se mueve en círculos, bailando con mi respiración, raptando a las gotas de sudor que reptan por mi piel en una fallida escapada.
Ríe, tratando de romper las vendas de mis puños, ensangrentadas con pasión y alquitrán.
Ríe, mientras mis dedos tiemblan, dejando caer algún resto de su goma y tela.
Ríe, mientras mis ojos se clavan a la luz, a los cristales, llenándose de ellos; y las lágrimas se mezclan con el sudor,
la sangre,
el vómito.
Mis propios dientes perforan mis labios, conteniendo un grito de socorro. Las sombras del cuarto se agrandan mientras se alejan.
Soy incapaz de moverme.
Soy incapaz de sentarme a abrazar mis rodillas,
de hundir mi cara en ellas,
de agarrarme el pelo a mechones con los sucios dedos y tirar hasta arrancarlos,
de gemir en alto de puro dolor.
Soy incapaz de airear la habitación.
Ahí sigue el humo.
Riéndose de mí.
Soy incapaz de hacer nada.
No puedo.
No puedo.
Quieres morir.
Alzo la cabeza al oír la voz.
No es la mía.
Veo al humo dando vueltas por la habitación, y el silencio cae.
El sudor se esconde en las grietas junto a la sangre que para de brotar.
Mis ojos se secan.
Mis vendas permanecen.
Mis dientes se separan de mis labios.
Sólo entonces parece que hay menos humo.
Ahora eso que no me mata sólo puede hacerme más fuerte
Miro a la ventana, y me arrastro hacia ella.
El humo corre hacia mis pulmones, intentando frenarme. Intentando penetrar en mi mente, intentando poseer mi voz de nuevo de alguna manera.
Necesito que te des prisa. No puedo esperar más.
Los cristales se clavan en las palmas de mis manos mientras avanzo, pero no me importa.
La sangre vuelve a salir, las náuseas retoman su camino;
mi vista vuelve a nublarse,
y mis dientes chirrían mientras pelean entre sí.
La voz me grita en mi propia cabeza, pero no entiendo lo que dice.
Sólo me veo alzando la mano a la ventana.
Sé lo que tengo que hacer ahora; no puedo equivocarme más.
Jirones de tela vuelven a caer mientras cierro sus puertas libres de cristales. La luz sigue pasando. El humo no se ha ido.
Y nunca se irá.
Sin embargo, la ventana está cerrada. Sus aspas de madera están perfectamente encajadas entre sí. Sus astillas se clavan en mi piel y absorben mi sudor, pero su dolor es soportable.
Me levanto a duras penas, apoyándome en ellas.
La voz grita.
Yo sonrío mientras tres punzadas penetran mi cuello.
Una sabia.
Una fuerte.
Una valiente.
Yo sonrío tras secarme las lágrimas con mi venda derecha, a modo de pañuelo.
Y vuelvo a sonreír al atarlo a mi muñeca, rojo como la sangre.
Vuelvo a mirar alrededor de mí. El humo no se ha ido. La luz sigue.
Me quito la venda izquierda y voy a por mis guantes de boxeo.
Recojo los jirones del suelo y busco otra camiseta
. Dejo tranquilas las grietas, dejo a mi sudor vivir en ellas.
Respiro hondo mientras me coloco los guantes.
Estuve esperando toda la noche, todo lo que estuve contigo.
Esta es mi lucha.
Gracias.